"Ahora que lo pienso quizá lo único que buscaba era alguien que me dijera qué hacer con mi vida. Cuando creces sin libertad, cuando el simple hecho de salir al parque a tomar sol, leer algo o meditar, se vuelve un peligro por toda la locura que hay ahí afuera, por todo lo que tus padres, amigos y la sociedad te meten en la cabeza, lo único que te pide el corazón es un poco de viento y alas para poder volar. Y lo haces, crees que es diferente pero haces lo que todo el mundo hace: huir de esa jaula, buscar un lugar donde puedas experimentar todo lo que en algún momento te fue prohibido. Y lo consigues, y esa es tu pequeña victoria, tu pequeña venganza, tu pequeña bomba molotov contra el mundo y sus instituciones caducas que le dicen al ser humano cómo actuar. Porque si antes no podías si quiera poner un pie fuera de casa, ahora te encontrabas en medio de una enorme ciudad –Berlín, por ejemplo-, sola, con diecisiete años recién cumplidos, con gente yendo y viniendo a cada instante, atropellándose, atropellándote, ofreciéndote cualquier tipo de droga y otras cosas que prometían hacer explotar tus sentidos. Y lo tomas, abrumada por la sensación de no saber si volverás a experimentar algo parecido, lo tomas.
Y en efecto, eres libre, presa de las drogas que te ayudan a olvidarte de que existes, eres libre. Y así en una de esas fiestas conoces a un chico, o bueno, un señor, un señor que podría ser tu padre, que es músico y compositor, bohemio y en guerra contra el mundo. Y lo admiras, te quedas perdida en él porque es como te gustaría ser y no te atreves, porque a diferencia de tu padre él sí está ahí para ti, para que te diga te quiere, para que te haga compañía en una ciudad donde eres una completa desconocida y nadie habla tu idioma. Aunque el precio de eso que él controle tu vida, que te diga lo que puedes o no hacer, a quiénes puedes frecuentar y a quiénes no. Y crees que en cierta forma es lindo, porque se preocupa por ti, pero sin saber cómo una tarde cualquiera termina golpeando tu cabeza contra el muro y dándote de patadas porque cree que lo estás engañando. Y lo soportas, porque también estás enferma, lo soportas, hasta que pasas algunos años en esa situación y te dices ‘no más, es suficiente de esto para mí’. Y te liberas, lo dejas por fin y te liberas…o al menos eso es lo que crees.
Y crees que separándote de aquello que te lastimaba finalmente eres libre, pero lo cierto es que estás en el mismo punto en el que empezaste: perdida y sin saber qué hacer con tu vida. Y es en esa soledad -en esa insoportable soledad- en la que conoces a otra persona, otro chico, totalmente opuesto al anterior: amable, sencillo, con espíritu de familia, sincero, brutalmente sincero. Y lo admiras, te refugias en él –una vez más- porque es como te gustaría ser. Y aunque sabes que no es el mejor momento para volver a amar, te entregas, te envuelves por el temor a que algo tan increíble no te vuelva a pasar en la vida. Y lo lastimas. Abrumada por tanta perfección que estás segura no merecer, lo lastimas, porque durante años –mientras aplastaban tu dignidad con golpes e insultos- te hicieron creer que valías menos que nada, lo lastimas. Y eres testigo de cómo toda tu mala energía, por más que te esfuerzas para que no sea así, termina por deformar la vida del otro. Si en algún momento Mateo era todo lo hermoso que te dije, al final de la relación se había vuelto depresivo, obsesivo, desconfiado e inseguro. Y no lo culpo, porque yo le di razones para eso. Todo esto que pasó desde que dejé mi país me hizo entender que las cosas sucedieron como tenían que suceder, que tenía que lastimarme y lastimar a personas a las que amo para comprender las consecuencias de mis actos. No estoy diciendo que esté bien lo que hice, pero tenía que hacerlo para llegar a este punto en mi corazón que cuando recuerdo todo lo que pasó todavía me duele, me duele tanto haber sido quien fui. Pero finalmente estoy aprendiendo a ser honesta, y ese es un verdadero paso hacia la libertad.” (Trujillo-Perú)
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