“Estaba sentada en el carro rumbo al aeropuerto cuando vi las mariposas volar y me pregunté si sería ella. Tanto había suplicado para que me mandara una señal diciéndome que estaba bien, que me fue inevitable no pensar que en el ir y venir de esas alas era ella quien me hablaba. ‘¡Sí, es ella, es ella!’, me dije emocionada, cuando sentada en el avión y sin más lágrimas que derramar, vi una mariposa gigante aparecer en la pantalla del televisor que tenía delante de mí. La mañana de ese día había pasado lo que tanto temía: mientras vacacionaba en República Dominicana, mi papá llamó para decirme que mamá se había puesto mal; debía regresar a Lima inmediatamente. Me puse histérica, no sabía qué hacer; desde que le diagnosticaron cáncer a mi madre cinco años atrás me juré a mí misma que no importara lo que pasara, porque al menos tenía la certeza de que iba a estar con ella el día que dejara esta vida. Y se lo dije, le conté también el miedo que me producía imaginar que le podía pasar algo mientras yo no estuviera. Pero ella me tomaba de la mano y decía: ‘Mira Emi, a mí me puede pasar algo en cualquier momento, pero por ahora estoy estable. Tú no puedes dejar de hacer cosas por el miedo de lo que puede o no ocurrir al hacerlas, tú tienes que ver qué es lo que te motiva a hacer algo, ¿tu motivación es el miedo a evitar algo o tu motivación es hacer algo porque verdaderamente lo quieres hacer?’. Y esa es una lección que me acompaña hasta hoy en día.
Fue un vuelo intranquilo. En el camino, los recuerdos de los momentos en los que había sido dura con ella invadieron mi mente, memorias como la vez cuando niña le dije que ya no la quería porque prefería a mi prima cada vez que llegaba de visita. Tuve rabia conmigo misma de no haber sido hasta entonces más expresiva, de no decirle cosas que sentía, emociones como el amor y la profunda admiración que me inspiraba al ver cómo sobrellevaba su enfermedad con un estoicismo de miles de mujeres de Estado, pues nunca se dejó rebajar a un aire lastimero pese a la condición que atravesaba, sino que, muy por el contrario, sacaba siempre fuerzas de donde no tenía para ayudar a los demás aun cuando tuviera que descuidarse de sí misma.
Cuando llegué a Lima me sorprendió ver que ninguno de mis familiares cercanos fue a recibirme. En su lugar, en la sala de espera del aeropuerto, estaba mi mejor amiga que había venido desde Chile y yo no entendía por qué. ‘Emi, lo siento mucho, pero tu mamá ha fallecido’, me dijo. Y en ese momento fue la culpa, la ira de no haber podido si quiera cumplir la única promesa que le había hecho y que me era posible cumplir: ‘No importa lo que pase, al menos tengo la certeza que estaré ahí cuando te vayas’. Pero no, no estuve, en mi lugar solo estuvo la muerte.
Después de la muerte de mi madre, me senté junto a mi padre y hermano para hablar de ella. Pese a que ellos siempre vieron el mundo desprovisto de fantasía, decidí contarles lo que me había pasado con las mariposas en el camino a casa. Entonces mi hermano dijo: ‘Cuando mamá falleció yo estuve a su lado. En ese instante una mariposa de luz voló por el cuarto. La habitación no tenía ventanas, era un espacio cerrado. Sí, es ella’. Algunas veces cuando veo una mariposa volar me gusta pensar que es mi mamá.” (Lima-Perú)
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