"Julián es un niño con habilidades diferentes que perdió a su mamá al nacer. El padre, acaso creyéndolo culpable por la muerte de la esposa, no quiso hacerse cargo de él y lo entregó al Estado; aún si quiera antes de contar con un nombre, Julián estaba solo en este mundo. Así fue que llegó a la casa hogar en la que vivió hasta los ocho años, edad en la que el Poder Judicial decidió retirarlo debido a malos tratos. Nunca supe a ciencia cierta qué fue lo que pasó, pero sí sé del miedo que a Julián le produce ver a los miembros de su antigua familia.
Una tarde mientras jugábamos en el parque vio rondar a sus padres sustitutos cerca del lugar y vino corriendo hacia mí. Fue como si su propia vida corriera peligro, se aferraba a mis piernas buscando refugio. Más allá de abrazarlo y cubrirle de besos la frente, no supe qué hacer. Felizmente la psicóloga del centro al que pertenecía estaba ahí y pudo poner las cosas en orden. Cuando se marcharon -hasta ese entonces no sabía que sobre ellos pesaba una orden de restricción que les impedía acercarse a Julián-, mi super amigo se puso a llorar.
Aunque olvida rápidamente las cosas – si tú hoy le enseñas cuál es el color amarillo, a la mañana siguiente es muy probable que ni si quiera recuerde el significado de la palabra color-, es difícil que a Julián algo se le borre de la memoria si en ello hay amor. Al menos esa es la conclusión a la que llegué luego de haber pasado varias tardes leyéndole cuentos. Mientras le leía yo iba modificando las historias de manera tal que él y yo apareciéramos como personajes en ellas. Él escuchaba atento y se sorprendía con cada detalle de la única manera que los niños saben escuchar y sorprenderse. Después de algún tiempo – qué se yo, varios días más tarde- me pedía que le volviera a contar el cuento en el que ‘íbamos felices por el parque cuando vimos al Chapulín Colorado detrás del árbol’, y yo sabía que era el amor que le devolvía esas imágenes porque en su tono de voz había esa dulce y reconfortante calidez que habita en los recuerdos más preciados.
Pero una de las cosas que más me marcó de Julián fue la primera vez que lo vi comer. Estábamos sentados en el piso dibujando sobre cartulina cuando llamaron al refrigerio. Él salió disparado y se puso en primera fila para asegurarse una buena ración. Cuando estuvo devuelta -riendo y saltando como si hubiera ganado la lotería- cogió el pan y el refresco envasado que le habían dado y en cuestión de minutos los desapareció en su boca. ‘Quiero más’, dijo, mirándome, como si tuviera vergüenza de tener hambre. Se puso de pie y volvió a hacer la fila. Yo también me levanté, pero no para seguirlo con la mirada, sino para esconderme de él y llorar. Ver lo feliz que era llevándose ese pan a la boca me hizo sentir vergüenza de mí misma al recordar todas las veces que rechacé alguna comida porque simplemente ‘no me gustan las menestras, prefiero las ensaladas’. En ese momento ese niño que no sabía ni necesitaba saber el significado de la palabra éxito, me dio una lección que había olvidado durante mi vida de adulta de mujer de negocios: puedes ser infinitamente feliz con poco, solo tienes que ser consciente de lo que tienes.
Yo siento que él está bien y que solo necesita la preparación y oportunidad adecuadas para enfrentar las demandas de la vida. Y creo que la mayor ayuda que él puede tener de las personas no es haciéndole pensar que no se puede valer por sí mismo, sino convenciéndolo de lo contrario. Él no siempre va a tenerme a mí o a un profesional a su lado para ayudarlo. Él también tiene que entender que necesita hacer las cosas y enfrentar al mundo por su propia cuenta. Y por más trillado que pueda sonar, eso se consigue con amor. Si tenemos el poder tan grande de brindar amor, por qué no podemos brindarlo a personas tan mágicas como Julián, y lograr con nuestros buenos actos que este mundo deje de ser de a pocos el lugar donde muchos antes de nacer ya están sufriendo.” (Bogotá-Colombia)
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