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Foto del escritorPersonas de Latinoamérica

¡Mamá, no quiero que te mueras!

“La otra noche volvió a suceder: mi pareja me abrazó fuertemente mientras yo gritaba llorando, ‘¡Mamá, no quiero que te mueras; mamá, no quiero que te mueras!’. Había vuelto a soñar con mi madre muerta. Ha pasado un año desde su partida y aún su recuerdo me hiere. Cierro los ojos y la veo esperándome con el desayuno sobre la mesa, trabajando hasta tarde en sus clases o simplemente riéndose por alguna tontera que yo había dicho. Es entonces cuando se abre un hoyo en mi alma y la vida pierde sentido. Hasta ahora no sé cómo pasó, cómo no pudimos darnos cuenta antes. Ella sufría de diabetes y creíamos que su falta de apetito y ánimo eran por eso. Pero una noche que tuvo una crisis respiratoria la llevamos de emergencia al hospital, y nos enteramos lo que era: cáncer a los pulmones en fase terminal. Mamá solo soltó una lágrima y continuó como si nada pasara. Pero nosotros no éramos tan fuertes, no nos resignábamos a la idea perderla e hicimos de todo para que no se fuera. Mi padre tenía camiones y tuvo que vender algunos para pagar el tratamiento. Con el dinero que sobró se compró un carrito de comida y se puso a trabajar en las calles. Si la medicina tradicional no tenía la cura, en la alternativa debía estar la solución: la llevamos a un médico naturista que nos recetó un zumo de varias frutas que ella tomaba casi contra su voluntad. Mamá estaba tan débil que ni si quiera tenía fuerza para pujar cuando quería defecar. Yo tenía que ayudarla metiendo mi dedo en su ano para ir sacando de a pocos el excremento. Vivimos así un mes, hasta que finalmente murió. Cuando mamá murió, murió calladita. La metimos a la urna con sus tres medallas de docente, porque ella en Abril, enferma y todo, se graduó de magister y estaba muy orgullosa de eso. Su entierro duró cinco horas. Camioneros montados en sus vehículos acompañaron el féretro mientras tocaban la bocina. Mi padre, que iba en la carrosa fúnebre, le pedía al chófer que pare en cada lugar que la memoria le devolvía algún recuerdo de su vida junto a mi madre. ‘Aquí fue donde nos conocimos, aquí donde comíamos helado, aquí donde comprábamos los periódicos’. En la escuela la esperaban sus alumnos: ‘Maestra, gracias por tu educación’, ‘maestra, tú me dijiste que me ibas a dar clases’, la lloraban. Chicos que ni si quiera conocían, todos ellos ya mayores y vestidos de camisa blanca, fueron a despedirla. La enterraron a una cuadra de su escuela una tarde que llovía. Por mis hermanos sé que todos los días algún niñito del colegio donde ella trabajaba le lleva una flor y la coloca al pie de su tumba.” (Lima-Perú)


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