“Algunas veces me siento muy orgullosa de mí misma por lo que estoy haciendo, otras la depresión y falta de afecto me arrastran de los pelos y yo me quedo ahí, sobre la cama tendida, sola, con los brazos y piernas recogidas como si fuera una recién nacida, llorando hasta quedarme dormida. Si la vida no es fácil, cuando eres artista y madre soltera el mundo se te viene encima. Tenía veinticuatro años cuando quedé embarazada. Era muy feliz porque todo salía tal y como lo había soñado: vivía en una buhardilla desde la que se podía ver el mar, tenía una mesa de madera que feliz me recibía cada que me sentaba en ella a ver el atardecer, mi pareja era músico cantor y vivíamos de lo que nuestro arte producía. Solíamos gritar, cantar y bailar, comer y pasear por la ciudad cada vez que nos iba bien en el día. Con frío, con calor, siempre el mismo buen humor porque éramos los dos contra el mundo, haciendo lo que más nos gustaba: música y poesía. Pero la vida no es una canción, ni mucho menos un poema, y así sucedió cuando quedé en cinta.
Su vida era una fiesta, nuestro hijo podía tener hambre y frío pero él seguía bailando. Así nos mantuvimos durante seis años, lo sufrí durante seis años por la idea que tenía del amor y la familia: unidos, pase lo que pase, siempre unidos. Pero eso no es verdad, hay personas que simplemente no quieren cambiar, y lo mejor es alejarnos de ellas. Cuando finalmente me separé me quedé sola con mi hijo sin saber qué hacer. Si quería salir a buscar trabajo no podía porque nadie de mi familia quería quedarse con él. No quería dejarlo con una nana porque de niña tuve una terrible experiencia con la persona que me cuidaba y no quería exponerlo a lo mismo. Con el dolor en mi corazón, hice lo único que podía: llevarlo a las calles a trabajar conmigo. Al inicio le gustaba, yo le decía que era un juego donde él era mi manager y yo su artista. Pero tener que esperar en restaurantes mientras yo cantaba, correr detrás de los buses para subirnos y trabajar, aguantar la indiferencia de algunos, tener que comer sentado en alguna banca de parque, naturalmente lo cansó y tuve que buscar otra salida.
Dejarlo solo en casa me parecía descabellado, había visto muchas noticias en las que le pasaban cosas malas a niños en esa situación y yo no podía estar tranquila, pero sin familia, amigos ni mucho menos el padre, era lo único que tenía. Con algunas variantes, la rutina casi siempre era la misma: lo alistaba muy temprano para que vaya al colegio, luego volvía, dormía un poco, cocinaba algo, entrenaba mi voz para el trabajo, iba por él a la escuela y después de almorzar nos quedábamos haciendo la tarea o jugando hasta las seis de la tarde, que era la hora en la que salía a trabajar. Me iba a restaurantes, buses o la calle, el mundo era mi escenario para mantener a mi hijo. Le compré una Tablet para que jugara y un televisor para sus dibujos. Así lo dejaba: tendido en el sillón, y cuando volvía lo encontraba igual, pero dormido. ‘Pobre mamita, debes de estar cansada, ¿hiciste mucha plata hoy?, ¿quieres que te haga masajes?, pobre mamita, me das penita’, me decía algunas veces cuando llegaba de cantar, y a mí se me caían las lágrimas y me sentía mal por tener que dejarlo solo. Así han pasado los últimos tres años de nuestras vidas: acompañándonos entre nosotros, trepándonos en carros y tocando el piano, animando eventos, haciendo de cocinera, mucama y maestra para él, tratando de darle la mejor, de enseñarle valores, de envolverme en su mundo, de pasar tiempo a su lado para que no sienta mi ausencia, de no dejar que el tedio de tener toda la responsabilidad de cuidarlo yo sola me arrastre. Pero es difícil, muy complicado, porque también soy un ser humano que necesita afecto y compresión, alguien que me tome del hombro y me diga que no estoy sola, que lo estoy haciendo bien. Tengo una pareja, él es bueno conmigo y con mi hijo, pero siento que algo falta, algo que estaba en ese sueño de vivir en una buhardilla cerca de la playa, con una familia unida, siempre unida.” (Trujillo-Perú)
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