“No puedo decir si en su momento pensé que iba a ser fácil o no, solo me lancé de brazos abiertos al mundo esperando que funcionara, pero en esto el mundo me dio la espalda. Acababa de cumplir veinte años cuando empecé a ser sincero conmigo mismo: estaba aquí para hacer música. Dejé la carrera de Administración, vendí lo poco que tenía, besé a mi mamá en la frente y salí de Colombia para hacer realidad mi sueño. Si bien podía estudiar música en mi país, las posibilidades de tener acceso a una educación verdaderamente gratuita no eran tan reales como sí sucedía en Argentina. Cuando llegué a Córdoba -después de viajar por tierra casi una semana- me matriculé en la facultad de artes y conseguí empleo. Como nunca fuimos una familia adinerada, el plan era financiar la carrera por mi cuenta. Sin lugar fijo donde quedarme, los dos primeros meses viví en casas de personas que conocía por redes sociales y estudiaba en parques, salones o cualquier otro lugar en el que podía. Todo eso no importaba, porque si tenía las ganas el resto sobraba. Cuando finalmente encontré una pieza y mi vida parecía acomodarse, me quedé sin empleo; algunos negocios solo contratan gente durante tres meses -periodo de prueba, le dicen- para evitar responder por derechos laborales. Mi madre se enteró de la situación y empezó a enviarme plata. No era mucho, y aunque me permitía respirar por algunos días, me sentía mal porque sabía que el pan que me llevaba a la boca era el que se lo quitaba a ella. Felizmente no pasó mucho tiempo para que volviera a conseguir trabajo -esta vez en un boliche- y le dije a mamá que deje de enviarme plata porque ya todo estaba arreglado, aunque esto último no era del todo cierto.
Era muchísimo el tiempo que pasaba estudiando, muchísimo. Horas de horas estaba frente a partituras analizándolas y otras tantas practicando con instrumentos hasta caer rendido. Aunque de niño había asistido a algunos talleres de música, mi nivel al llegar a la facultad estaba por debajo del promedio y eso me deprimía. Muchas veces me quedé dormido en clase porque simplemente el cuerpo no me daba. Trabajaba desde las ocho de la noche hasta las cinco de la mañana y debía estar en el aula desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Como quería ahorrar dinero almorzaba en el comedor universitario y para eso debía hacer cola al menos una hora. Entonces en la fila me cruzaba con otros como yo: músicos, cantantes, bailarines, todos dando lo mejor de sí, creyendo en la fuerza de su sueño y su talento, pero irremediablemente cansados. Una sola pregunta me martillaba la cabeza por esos días: ‘¿Tenía sentido haberlo dejado todo?’
Esa fue mi vida durante más de un año, cuando me ofrecieron una oportunidad que no podía rechazar. Las cosas no iban bien en la facultad y mantenerme económicamente me estaba costando. Un amigo mío me habló de la posibilidad de dejar mis apuros financieros con un trabajo estable que gozaba de todos los beneficios de ley y sueldo decente, pero debía realmente comprometerme con el puesto. La decisión, aunque difícil, era clara hacia donde apuntaba: debía dejar la carrera. Fue muy triste. Después de eso, recuerdo que al siguiente año me inscribí en una sola materia porque no quería dejar del todo la música, pero finalmente no pudo ser. Esa fue la ruptura en la carrera musical.
Es algo muy triste porque - modestamente – creo que tengo muchas habilidades para la música, pero no he tenido la suerte de contar con alguien que me apoye. Hay quienes que sí y bien por ellos, pero esto es lo que me tocó vivir. Cuando recuerdo todo lo que pasé pienso que algunas veces la lucha por nuestros sueños es una batalla sin sentido, donde peleamos no por ganar la pelea, sino por dejarnos caer sin que duela mucho.” (Córdoba - Argentina)
Comments