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Foto del escritorPersonas de Latinoamérica

La magia de los pueblos

“Era tan natural caminar y que nos caiga del cielo una fruta madura. O subirnos a los árboles para ver los atardeceres y solo volver a casa cuando la lluvia caía, protegiéndonos del agua con hojas de palma y muertos de risa. Así transcurrió mi infancia: con el cabello revuelto y los pies llenos de polvo. Mis ojos brillaban. Pero en esta vida uno tiene que progresar -o al menos eso fue lo que decían mis padres-, y tuve que dejar ese mundo feliz atrás. Cuando llegué a Lima todo era distinto. El cielo gris, los edificios descoloridos, las personas siempre distantes y descoloridas; era como si estuviera en otro planeta. Si a esto se parecía el progreso del que hablaban mis padres, yo no quería formar parte de él. Pensé en regresarme. Pero no era tan fácil. Por más que nos cueste aceptar, en esta vida son contadas las veces que tenemos para actuar con total libertad. Mi familia me veía como una oportunidad para tener una mejor calidad de vida, y yo no podía fallarles.

Me matriculé en la escuela nocturna y así acabé la secundaria. Trabajaba y estudiaba, en lo que sea, trabajaba y estudiaba; esa ahora era mi vida. Al inicio pensaba mucho en mis amigos y lo que había dejado atrás. Pero la vida de ciudad tiene un raro encanto. Te da esa sensación de que si pudiste llegar ahí, puedes llegar a cualquier parte; de que una mañana puedes despertar y ser el rey del mundo si así lo deseas. Y así, poco a poco, las noches de cine y paseos por Jirón de la Unión, fueron ganando terreno hasta que un día me descubrí dejando de pensar tanto en mi otra vida. Sin saber cómo pasaron más de quince años y había conseguido más o menos todo lo que quería. Pero si en la ciudad hay encanto, la magia se respira en los pueblos.

No lo sé, era quizá el olor a campo, a tierra mojada, al hecho de poder andar de pie desnudo de aquí para allá o a ver crecer el café bien bonito, lo que me tenían embrujado. Mi vida en Lima estaba bien pero no me cerraba del todo. Recuerdo que cada vez que podía salir de la ciudad me iba corriendo al pueblo aunque sea unos días. Tomaba un avión, dos carros, caminaba cerca de una hora, y antes de que caiga la noche, llegaba. Ahí estaban mis amigos de la infancia. La mayoría con familia y responsabilidades de la vida adulta, pero todavía sin miedo al tiempo, con tiempo suficiente para reunirse a jugar a la pelota o simplemente conversa y dejar las horas pasar. Justo como años atrás, cuando éramos niños. Pero una vez más la realidad tiraba todo atrás y yo debía regresar.

En uno de los viajes que hice al pueblo, se dio la oportunidad de comprar un terreno. Lo compré en la ruta que hacían los incas para llegar al Machu Picchu. Lo hice con la idea de algún día en mi vejez volver ahí y vivir. Pasaron años desde eso. Conocí a mi esposa, tuve hijos. En el trabajo en el que estaba –una minera- fui ascendiendo hasta llegar al puesto de técnico. Todo estaba encaminado para tener un futuro estable en mi vida citadina. Pero luego fui viendo que el turismo en mi pueblo iba creciendo y vi la oportunidad en eso –o quizá la excusa- para renunciar a todo y volver. Di este salto al vacío con mi familia. Mis hijos, que no estaban acostumbrados, al principio les chocó. Pero después, al igual que yo en Lima, se fueron acostumbrando. Sobre algunas de las parcelas en las que alguna vez jugué, con mis propias manos, construí el camping que vez ahora. Más arriba hice un columpio para alcanzar el cielo. Un día normal en mi vida es despertarme antes que salga el sol, tomar desayuno, dejar las cosas listas en el camping si alguien está en él y luego irme a cultivar mis plantas. Vuelvo a casa con luz de día aún y me acuesto antes de que sea totalmente de noche. Me reúno con mis amigos para jugar a la pelota o ir a fiestas, y les reconozco los mismos pasos desde hace más de treinta años. Hay algunas desventajas, eso es obvio –el internet se corta algunas veces, por ejemplo-, pero el placer que produce saber que estás en el lugar al que perteneces, es infinito.” (Mollepata-Cusco-Perú)


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