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  • Foto del escritorPersonas de Latinoamérica

Juntos hasta después de muertos

“Ahora estaba pensando en juntar plata para comprar un nicho al lado de mi esposa. Tuve una vida increíble a su lado y quiero seguir junto a ella cuando esté muerto. Nos conocimos hace setenta años, de los cuales estuvimos casados casi sesenta, hasta el día de su muerte. Todas las mañanas, de camino al trabajo, la veía en su chacra recogiendo flores junto a mi hermana. Yo, que por ese entonces no creía en el amor porque me habían traicionado, vi en ella algo que me llamó la atención y que no sé cómo describir. En aquel tiempo yo ya había entendido que es uno quien elige su suerte, por eso quise elegir la mía y no me importó que ella fuera mayor que yo cuando la invité a salir. Aceptó, nos hicimos enamorados, pero los que no estaban de acuerdo eran sus padres, que pese a no tener yo vicios ni malas juntas, no la querían a mi lado. Felizmente éramos jóvenes y estábamos lo suficientemente enamorados como para hacer una locura, así que nos escapamos. Vivíamos en Huacho en un cuartito que nos prestó mi cuñada. Yo me levantaba de madrugada para irme al trabajo y ella me esperaba en la puerta de la casa con la comida lista y un beso de despedida. Éramos felices, el mundo estaba en plena Guerra Fría pero a nosotros tendidos en nuestra cama no nos importaba. A los pocos meses de llegar a Huacho tuve un accidente que nos obligó volver a Huaral. Eran los tiempos en los que la ciudad era conocida por su agricultura, así que con lo que tenía ahorrado compré una parcela al lado del río para trabajar la tierra y criar juntos nuestros hijos. Sí, porque ya teníamos hijos, y era como la vida perfecta: una casa en el campo que yo mismo había construido a orillas del rio. Nuestro amor crecía, pero también creció el rio, porque un día sus aguas se desbordaron llevándose todo el cultivo, dejándome solo con un montón de tierra inundada y sin ni un sol para poder alimentar a mi familia.

“Esa fue la primera vez que lloré amargamente y ella estuvo a mi lado. Quizá si aquello hubiera pasado en esta época, donde las personas le huyen al compromiso y las desgracias del otro, es probable que ella se hubiera ido, pero felizmente no fue así. Un japonés que tenía tierras se enteró de lo que nos pasó y quiso ayudarnos ofreciéndome empleo. En la hacienda del japones empezamos desde cero y con nuestro tercer hijo en camino. Yo en el campo, ella en la casa, ambos trabajamos y trabajamos duro hasta ahorrar dinero para poder independizarnos nuevamente. Cuando lo conseguimos, compramos algunas hectáreas y sembramos tomates. El problema fue que no fuimos los únicos con la misma idea, y cuando el tiempo de la cosecha llegó hubo una superproducción de tomates haciendo que los precios cayeran al piso. Pero las desgracias de algunos son las alegrías de otros, porque ese año los únicos que se beneficiaron de la cosecha fueron nuestros chivatos, que se comieron todos los sembríos. Esa fue la segunda vez que lloré amargamente y ella, una vez más, estuvo a mi lado.

Me puse a manejar un camión, llevaba cargas hacia el norte. Así se fueron algunos años y nuestra familia seguía creciendo porque tuvimos a nuestro cuarto hijo. Ya te había dicho que es uno quien elige su suerte, y yo una vez más quise elegir la mía cuando volví a apostar por la agricultura. Compré tierras, sembré melocotones y me fue bien, muy, pero muy bien. Con las ganancias compramos una casa y desde entonces nuestra vida económica fue más estable.

No ha sido fácil, nunca lo fue ni esperamos que lo fuera, hubo peleas que nos hicieron dudar incluso de nosotros mismos, pero teníamos en claro algo: formar una familia, querer construir juntos una familia, y casi setenta años después, puedo decir que lo logramos. Cuando le detectaron leucemia no creí que moriría, le cortaron un dedo, después una pierna, luego la otra, hasta que la enfermedad llegó a sus pulmones. Falleció un catorce de julio del dos mil, y esa fue la tercera vez en mi vida que lloré amargamente.” (Lima-Perú)


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