“Lo que me molestaba era que no les interesase que estuviesen trabajando con vidas humanas. Solo les importaba los números, y no si uno de sus productos podía dañar la vida de una persona. Al principio hacíamos un trabajo de calidad. Los láseres que fabricábamos para curar la vista pasaban por un control interno muy estricto. Vendíamos mucho a Corea del Sur, Japón, China, Estados Unidos, Alemania, Inglaterra, Noruega, Suiza y Francia. Me sentía bien porque veía que estaba haciendo algo que tenía impacto positivo en la vida de las personas. Pero algo en algún momento cambió. O quizá siempre fue así y simplemente yo no quería aceptarlo. El objetivo de mejorar la calidad de vida de las personas fue quedando de lado, y salió a flote lo que realmente interesaba: dinero. Algunas veces mis láseres tenían problemas. Eso es normal cuando trabajas con este tipo de tecnologías. Entonces yo reportaba eso a mis superiores y estos, sin más ni más, respondían: ‘¡Bah!, no es importante, igual hay que enviarlo’. ¿¡Puedes creerlo!? ‘¡Que no era importante!’, respondían. ¡Eran vidas, vidas humanas! Ese láser iba a curar ojos, a personas que ponían su esperanza en la tecnología, y que estuvieran dañados, ¡era altamente peligroso!, ¡era escupir sobre sus sueños! Yo les decía eso, pero no les importaba. ‘Te lo estás tomando muy enserio’, decían. Yo quería hacer algo pero no podía. Sentía impotencia al querer hablar y no poder hacerlo por miedo, por temor a que me echen del trabajo, a no tener algo estable, a no poder pagar las cuentas. Así pasaron dos años de mi vida, ahogándome en mi propio silencio. Finalmente renuncié. No denuncié a la empresa porque, ya sabes, esa es una mancha en tu curriculum. Ya no quiero más trabajar en lo que hacía. Ahora pienso especializarme en optometría.” (San Pedro de Atacama-Chile) *Imagen referencial, tomada de Humans of New York
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