“ ‘Bueno, ve a ayudar a la cocina’, fue lo que ordenó mi jefa. ‘Mierda, me van a poner a lavar platos’, fue lo primero que me vino a la mente. ‘¡Sal de ahí que voy caliente!’, fue lo siguiente que oí cuando un tipo gordo me gritó al tiempo que corría con una olla humeante entre manos. Quedé impactado, la cocina era un mundo nuevo, raro, vivo. ‘Con gusto me quedo a lavar platos aquí’, sonreí.
Que me mandaran a la cocina -un lugar escondido del resto- era como bajarme de categoría. En atención al cliente, aunque las cosas eran aburridas, los demás me veían, y en una profesión como la mía -Administración de empresas- lo que importaba era que siempre te vieran. ‘Presta atención, este será tu rincón, el de la plancha. Cuida de voltear los filetes no más de tres veces porque perderán el jugo’, me dijo el encargado. Pero yo no podía estar atento porque tras de mí -en cada corte que oía, en cada plato que se servía, en el ir y venir de los cocineros que parecían soldados en guerra-, se desplegaba toda una sinfonía de emociones que me recordaban algo que creí perdido. Estudié administración por la adrenalina que el mundo de los negocios representaba. Pero cuando egresé y empecé a trabajar, era totalmente distinto. El mercado laboral no necesitaba creatividad, compañerismo, liderazgo, toma de riesgo y todo aquello por lo que seguí la carrea. Lo que buscaba eran personas funcionales a una manera prestablecida de hacer las cosas y eso no era algo que me interesaba. Aburrido, apenas habiendo cumplido veinticinco años, me sentía viejo y cansado.
'Oye, pendejo, tienes que apurarte con esas carnes porque estamos por ocupar el pedido’, sentí la voz del encargado como un cosquilleo que hizo saltar mis sentidos. Las cosas en cocina eran así: intensas, inesperadas, cargadas de energía, reales. En ‘Atención al cliente’ era impensable que alguien me hablara así, digamos, tan espontaneo. Las personas en esa área ocultaban lo que pensaban y sentían porque siempre era más importante lo que se veía. Al estar fuera de la zona ‘visible’, el equipo que trabajaba en cocina manejaba una confianza insuperable que no solo pasaba por apoyar al otro en hacer bien su trabajo -un plato no es un resultado aislado, es la suma de varios esfuerzos-, sino además por conversaciones honestas en las que podías compartir tu día a día mientras trabajabas, y esa era una gran manera de canalizar energías y seguir. Todos ahí éramos distintos, había algunos con aspiraciones artísticas, otros con espíritu de comerciante, y otros -como yo- que trataban de encontrar su lugar en el mundo. Pero pese a las diferencias de nuestros gustos y orígenes los lazos que formábamos eran cercanos porque tenían como origen el alma. ‘Ya va, ya va, ya casi termino’, le respondí al encargado, que por quinta vez me apuraba con el pedido. Pero era mentira, no estaba por terminar pronto, o al menos no tan pronto como él esperaba, porque intentaba algo nuevo y eso siempre lleva un poco más de tiempo. Esa era otra de las cosas que disfrutaba de estar en cocina: el reto de lo nuevo. No era raro recibir un pedido rotulado con la palabra ‘Sorpréndeme’. Entonces dejaba volar la imaginación, el coraje de probar un ingrediente nuevo y tal vez fallar, pero pese a ello, siempre intentar. Como te decía, en mi antigua área no había espacio para la novedad, estaba prohibida. Si algo que la jefa mandaba yo lo sabía hacer de manera más fácil y rápida, ella se oponía porque decía que siempre debía como ella mandaba, y eso era algo que me frustraba.
Cuando terminé de trabajar en la cocina ese día quedé cansado, pero satisfecho de haber encontrado un lugar a la altura de mis sentidos. A los pocos días empecé a estudiar mi segunda carrera : gastronomía." (Honduras)
Comments