“Sucedió en una época donde las personas todavía utilizaban la palabra escrita para comunicarse. Era un señor que tenía casi sesenta años y vino a mí angustiado porque estaba enamorado de una bella dama pero no sabía cómo llegar a ella. ‘La amo, desde el primer momento que la vi, la amo’, fue lo que más o menos me dijo, para luego agregar –casi en secreto, como si estuviera derrotado- que no sabía cómo expresar lo que sentía. ‘Ya está -respondí-, yo le escribiré cartas de amor por ti’, y luego le advertí –medio en broma, medio enserio- que ella se enamoraría de mí y no de él. Fueron tres cartas en total, tres pedazos de papel que no eran tales sino retazos de mi alma que se los entregaba a una desconocida. En la primera me presenté, o bueno, presente al señor: un próspero hombre de negocios que creía no había nacido para amar hasta que la vio a ella. ‘El flechazo ha llegado de manera súbita, furtiva, y sin usted estoy muriendo, pero es una muerte que me mantiene vivo, porque me ha hecho consciente de mis sentidos, que existo’, recuerdo que escribí. En la segunda hablé de mi edad, o bueno, de la edad del señor, porque él prácticamente le triplicaba en años de vida. ‘Yo no creo en la edad. Todos los viejos llevan en los ojos un niño, y los niños a veces nos observan como ancianos profundos. Midamos la vida por lo que sentimos y no por lo que digan las manecillas del reloj’, coloqué en aquella misiva citando algunos versos de Neruda. En la tercera carta la invité a salir. No volví a saber de él tiempo después cuando vino a visitarme. Estaba muy contento y me dijo que las cartas habían hecho efecto: ahora estaba casado con la dama y esperaban a su segundo hijo. Llevo más de treinta cinco años escribiendo a máquina todo tipo de documentos y han sido más de cuarenta mil los trabajos que he realizado. Por mi edad, he olvidado muchos de ellos, pero sin duda siempre recordaré esas tres cartas de amor que escribía para una desconocida mientras ponía el alma en ellas.” (Trujillo-Perú)
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