“Yo iba caminando por la calle vendiendo trufas cuando lo vi. Estaba sentado con un paño de artesanías que ofrecía y llevaba el cabello recortado con una cola que le caía por encima del hombro derecho; desde esa primera vez me gustó. Esa noche tomamos un vino e hicimos el amor. Lo invité a ir a mi carpa y pasamos veinte espectaculares días en ella compartiendo todo lo que comparten los amores de viaje. Es curioso cómo pasan las cosas, una cree que todo está de lo más normal cuando de repente sucede algo que no puedes creer estar viviendo. La mañana en que quedamos en despedirnos – él continuaba su viaje hacia el sur y yo lo hacía rumbo al norte-, él nunca llegó. ¿Sería capaz de irse sin decir adiós? Llamé entonces a un amigo suyo y me contó lo que había sucedido: mi novio había sido detenido por la policía porque los collares que vendía tenían incrustaciones de dientes de animales cuya comercialización estaba prohibida. Ese mismo día fui a la carceleta para verlo, y así lo hice cada vez que pude durante los dos meses que estuvo ahí. Durante ese tiempo hice todo lo que me pedía y más: escribí mensajes a sus familiares y amigos, cobre un dinero que me debían que, junto a una parte de lo que ganaba vendiendo las trufas, destiné para el pago de la fianza. No hubo día que no hiciera algo por él. Verlo en esa situación me angustiaba. Él me decía que quería quedarse conmigo, incluso llegamos a hablar de hijos. Pero yo sabía que todo eso no era real, que eran las circunstancias las que hablaban por él y nada más. Yo quería estar con él pero no así, quería que me eligiera y yo elegirlo a él pero no en esa situación. Finalmente salió de prisión. Recuerdo que dos policías lo resguardaban y así, escoltado, lo llevaron hasta el terminal de buses de La Paz para ser deportado. Nos despedimos como nos conocimos: un beso y nada más. Sé que algo me debe de querer, estoy segura que sí, después de todo, lo ayudé cuando más lo necesitaba, ¿no?” (Julia-Argentina)
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