“Caminamos cerca de media hora por el desierto, atravesamos una reja de alambres que nos separaban de los árboles de cactus, y al pie de uno de ellos, hicimos el amor. ‘Ven, ven conmigo, ven bajo la sombra de este árbol y te mostraré algo distinto, te mostraré tu piel romperse contra el viento, tu alma sacudirse tras el fuego’, me decía -sin duda citando algún poeta al que había leído, porque él era un tipo que leía mucho-, mientras nos alejábamos de la ciudad y me llevaba de la mano por caminos de piedra y arena. Pasados los sauces, las amapolas y los espinos, a la sombra del árbol, nos besamos. Y quedamos así, ahogados y sosegados por nuestro propio ritmo, por nuestra propia saliva. Nos portamos como lo que éramos: dos viajeros viviendo el camino. Yo me quité la blusa de gasa. Él su sombrero de raso pajizo. Yo el vestido. Él sus botas de cuero. Nuestros cuerpos se escapaban y volvían entre sí como si estuvieran poseídos de fragancia oscura, de movimientos vivos. Puedo decirte que aquella mañana anduve el mejor de los caminos, porque caminé entre el mar y acantilados en pleno desierto. Sucios de besos y arena nos quedamos dormidos mientras las copas de los árboles se batían. Cualquier persona te regala flores, te lleva al cine o paga una cena lujosa, pero solo pocas –como él- te hacen vivir una experiencia. Era como si estuviera en una película. Sé que no lo volveré a ver, y quizá es mejor que así sea, pero nunca voy a olvidar que ese instante en el que estuvimos, fue eterno.” (San Pedro de Atacama-Chile)
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